Una leyenda nueva

Fue en los años setenta, antes de que el Camino de Santiago volviera a llenarse, cuando los peregrinos aún eran sólo un puñado de excéntricos y no una legión de caminantes.
En aquella época, antes de que se pusieran de moda los viajes al extranjero, los apartamentos playeros en multipropiedad y las escapadas de fin de semana, las vacaciones se pasaban en el pueblo. O al menos eso hacía mi familia y la de todos los demás chavales que conocía.

Estatua peregrino
Cara de la estatua del peregrino

Una vez, en Semana Santa, mientras jugábamos al fútbol en las eras, vimos a una mujer sentada junto a una zarza. Era una peregrina que había llegado al pueblo dos semanas atrás y que, exhausta y con los pies en carne, se había quedado unos días en sahagún, en casa de la hija de Zacarías. El acuerdo era bueno para todos: ella tenía cobijo y manutención por tiempo indefinido, y Manuela, la hija de Zacarías, tenía quien le echase una mano con su padre inválido.
Nunca supe cómo se llamaba aquella mujer, y creo que los demás tampoco lo sabían, porque o era extranjera, y no hablaba español, o er tan parca en palabras que nadie había logrado cruzar más de cuatro con ella.
Cuando la vimos allí sentada, junto a la zarza, todos los chavales, cada uno por su lado, empezamos a maquinar la manera de divertirnos a su cuenta, pero estábamos jugando un partido contra los del pueblo de al lado y durante más de una hora no le hicimos caso a la peregrina.
Al terminar el partido, que no recuerdo si ganamos o perdimos, allí seguía la mujer junto a la zarza, acariciándola y hablando con ella. En aquella época no podía haber moras todavía, así que nos acercamos a ver lo que estaba haciendo, y entonces fue cuando de veras me convencí de que tenía que estar como una cabra, porque aunque era ella quien se pinchaba las manos, no hacía más que cubrir la zarza de vendas y tiritas.
Le preguntamos qué estaba haciendo, y nos dijo que estaba curando las heridas de las zarzas para que se volvieran buenas. Recuerdo que dijo algo también de que el dolor no enseña compasión, sino que enseña a morder, y muchas cosas más que no se me quedaron en la memoria. Sólo me acuerdo de que nos marchamos de allí riéndonos, haciéndole burla y diciendo que estaba loca de remate. Nadie en sus cabales podía pasarse la tarde bajo el sol poniendo vendas y tiritas a una puñetera zarza.
Y eso fue todo de momento: la historia no hubiera pasado de una simple extravagancia de no ser porque un par de años más tarde vimos las zarzas cubiertas de rosas y mi abuela me dijo que seguramente alguien se había entretenido injertando de rosales las zarzas.
Pero las zarzas y las rosas no son de la misma familia. Si hubiera sido un escaramujo, al que también llaman agavanzal o tapaculos, se podría injertar, pero una zarza no era tan sencillo. Y sin embargo allí sigue, floreciendo cada año. Y es una zarza, porque otras ramas dan moras.
Zacarías murió hace mucho y Manuela poco después, pero hay quien dice que la peregrina que hizo florecer la zarza vuelve cada año.
Vete a saber.